Corría el año 1983. No lograba encontrar
trabajo. Llevaba tiempo enviando currículos y llamando por teléfono a empresas del Montaje,
cuando una de ellas, MONCASA, con la que había trabajado en la Central Nuclear
de Cofrentes antes de irme a Sudáfrica, me llamó para realizar una reparación en la
fabrica de cementos de Puente Nuevo, Córdoba: Cambiar los quemadores y reforzar
las toberas que conducían las llamas con
planchas de acero con alto contenido de tungsteno.
Era un trabajo malísimo, a
realizar dentro de unos silos que contenían ceniza. Al caminar nos hundíamos en ella hasta las rodillas y no podíamos respirar a
pesar de las mascarillas, pues la ceniza flotaba en el ambiente.
La empresa nos llevaba al lugar de trabajo en
un autocar, que salía de enfrente de la estación de Renfe de Córdoba a las seis
de la mañana y tardaba una hora en realizar el trayecto. Por la tarde nos traía
de vuelta a Córdoba.
Al principio me hospedaba en el
Hotel Alaquen II, muy cerca de la Estación. Ocupaba una habitación individual,
sin baño. La ducha había que pagarla aparte. Permanecí tres o cuatro días allí,
hasta que encontré una habitación en una casa particular, a media pensión.
La casa tenía su misterio, por eso creo
interesante contar esta experiencia:
Al entrar notaba un fuerte olor a
velas e incienso, al igual que una iglesia. El olor salía de una habitación
que casi siempre permanecía cerrada, y sólo cuando alguna persona acudía a
visitar a "La Señora" se abría durante unos segundos para permitir la
entrada, el tiempo justo para que yo vislumbrase el interior: una sala con
docenas de velas encendidas ante
imágenes de santos, un incensario despidiendo humo colgado del muro y muchos jarrones con flores.
Nunca pregunté nada, consciente
de que si la dueña no me daba explicaciones era porque no me importaba.
Por las noches cenaba con ella y
dos inquilinos más en el comedor. Comida
casera normal pero muy rica. Ella la hacía para su familia, simplemente añadía
más cantidad para que hubiese para nosotros.
La dueña ganaba dinero y nosotros
también, pues antes yo cenaba bocadillos o tapeaba cualquier cosa, lo cual
resultaba más caro, menos nutritivo y peor comida.
Al cabo de dos meses, realizada
la reparación, me despidieron. Esa noche, después de cenar, le dije al ama de
casa:
—Señora, prepáreme la cuenta que
mañana me voy. Me han despedido.
—¡Vaya, hombre, qué pena! ¿Y
dónde va a trabajar a hora?
—De momento en ningún sitio, tendré
que buscar trabajo donde sea. Ésa es mi vida: contrato aquí, contrato allá,
siempre fuera de casa
—Espere un momento que voy a
hablar con la Señora.
Entró en la misteriosa habitación y cerró la
puerta tras ella. Yo me quedé pensando qué podía decirle y para qué. Al cabo de
unos minutos mi patrona abrió la puerta y me dijo:
—Pase usted, la Señora le
atenderá.
Entré un poco impresionado por lo
que apareció ante mis ojos.
La habitación estaba como dije
anteriormente atestada de floreros, imágenes y cuadros de santos, e iluminada
por docenas de velas. Pero al fondo había una puerta que daba a otra
habitación. La mujer llamó con los nudillos, abrió la puerta y me invitó a
entrar. Era una especie de capilla.
Una señora de unos setenta años,
muy gruesa, con cabellos largos y blancos peinados hacia atrás, estaba sentada en un gran sillón con alto respaldo, una especie de trono de terciopelo rojo.
Miraba fijamente a una imagen de piedra colocada en un altar cubierto de
flores y un cirio encendido a cada lado.
—Este es el señor del que le he
hablado, madre... —dijo mi patrona.
Entonces la anciana se giró hacia
mí y me dijo estas palabras:
—Vas a encontrar un trabajo para
mucho tiempo al lado de tu casa, ya no tendrás que vivir solo y apartado de tu
familia.
Yo me quedé pasmado, no me
esperaba esto. No creía en esas cosas pero por respeto no lo confesé. Sólo se
me ocurrió preguntar:
— Ojalá sea verdad. ¿Le debo
algo, señor
— A mí, nada. Págaselo a la
Señora.
— ¿Qué Señora? ¿No es usted?
—No; la Señora es la Virgen de
la Cabeza. Si cree que debe estarle agradecido, vaya a verla al Santuario y
ofrézcale un ramo de flores.
Dicho esto, volvió a quedarse
mirando fija al a imagen. Su hija me tomó del brazo y me invitó a salir.
Al día siguiente, tras abonar mis
gastos, me monté en mi SIMCA 1000 y regresé a El Puerto.
Apenas había pasado una semana desde que llegué a mi casa
cuando me llamaron por teléfono. Era una empresa de contenedores que hacía un
año se había instalado en El Puerto, a la que yo había enviado una solicitud varios meses antes. Querían entrevistarme para ocupar, previo examen, un puesto de
jefe de equipo y supervisor de seguridad en la cadena de montajes.
Me contrataron y permanecí en la
empresa durante seis años. La empresa estaba a dos kilómetros de mi casa, podía
venir a comer con mi familia todos los días.
Pensé muchas veces en aquella
familia de Córdoba, y me preguntaba si había sido casualidad o en verdad la
Virgen de la Cabeza tenía algo que ver. Pero me prometí ir a visitar el Santuario cuando tuviese ocasión y llevarle flores a la Virgen. Pero el tiempo
fue pasando, yo trabajaba donde me salía trabajo, tal como hacía antes, y fui
olvidando mi promesa.
Dieciocho años después, mi hijo
me hizo abuelo y mi esposa y yo fuimos a Guadalajara a conocer a Iván, nuestro
nieto. Al pasar por Andújar vi un cartel que señalaba la carretera del Santuario
de la Virgen de la Cabeza. Impulsivamente salí de la autovía de Andalucía y me
dirigí hacia él.
Sólo estaba a 40 kilómetros, pero
la carretera era tan estrecha y con tanta pendiente, que se me hizo larga como
si hubiese recorrido cien. Visitamos el histórico lugar, que sólo conocía por haber
leído un libro sobre el famoso asedio del Santuario por el ejército republicano
durante la Guerra Civil, y deposité a los pies de la imagen de la Virgen un ramo de flores. Promesa cumplida.
Volví al Santuario años después expresamente para visitarlo todo bien. Pasamos un bonito día. Después de visitar el Santuario bajamos a Andújar y como estábamos ya cansados para viajar hasta El Puerto, nos quedamos en el hotel restaurante "El Botijo", una delicia de establecimiento.