El viento de Levante
soplaba con fuerza azotando las palmeras, que movían sus ramas agitadas como
brazos pidiendo auxilio. Los chopos y jacarandas de la plaza se doblaban ante
el ímpetu del viento y algunas de sus ramas
caían sobre los coches aparcados junto a la acera.
No apetecía salir a la calle por nada del mundo. Cuando saqué a Tomy a las once no podía
avanzar, el viento me frenaba y el polvo se me introducía en los ojos a pesar
de las gafas.
Estaba comiendo
cuando recibí un wassap de una amiga de
Málaga avisándome de que estaba en Chipiona. Había venido en excursión con una
asociación de mayores de su barrio. Me dijo que luego vendrían a El Puerto para
comer.
Era la oportunidad de conocernos en persona tras casi dos
años de comunicarnos virtualmente por Facebok. La llamé por teléfono:
— ¿Y dónde vais a comer?
— En un sitio llamado Romerijo
— Hay dos Romerijos,
uno en el centro histórico y otro en la carretera. ¿En cual de los dos?
Al cabo de un minuto
de silencio:
— Dice el chófer que en la carretera, donde aparcan los
autobuses.
Y allá me fui con mi
coche, esquivando plásticos y ramas
secas que se empeñaba en arrancar el viento de las palmeras que jalonaban la autovía.
La cosa empezó mal: dando marcha atrás para aparcar sin tener
que dar la vuelta a la manzana no advertí un mojón de esos de hierro que ponen
ahora en las aceras para que no se suban los coches, y al besarlo me paró el
coche en seco.
Me bajé: nada roto ni abollado, solo vi un rodal negro de
unos cinco centímetros de diámetro, causado por la pintura que había saltado
del parachoques. Pero maldije a todos los santos del calendario. Una vocecita
encima de las cejas me decía: "Tranquilo Juan, no es nada, todo acabará
bien".
Y entré en el restaurante guardándome mi odio a los mojones
de todas clases.
Di una vuelta para ver si reconocía a mi amiga entre el numeroso
grupo de comensales que ocupaba la terraza cubierta. No estaba.
Me acomodé en la
barra y pedí una caña de cerveza. Cuando me la sirve el camarero le pregunto:
— Perdone, había quedado aquí con una persona que viene en
una excursión de Málaga...
— Sí, todavía no han llegado. Tienen reservado el comedor de
la derecha.
— Vale, muchas gracias.
Y me bebí tranquilamente la cerveza sin dejar de mirar a la
puerta de entrada. De vez en cuando un ramalazo de viento levantaba arena y
polvo del parking de los Cines Bahía Mar, situados justo al lado, y aparecía
una densa niebla color tierra por donde comenzaron a aparecer siluetas amorfas intentado atravesar la calle para refugiarse
en el restaurante. Una tras otra, las fantasmagóricas figuras, tras sacudirse en
el porche la arena del cabello, el rostro y los hombros, fueron atravesando la
puerta de apertura automática. El comedor estaba ya casi lleno y mi amiga no
aparecía.
Al cabo de cinco minutos, cuando yo dudaba si quedarme un rato más o regresar a
casa, creí ver algo en medio de la nube
de polvo que pasaba en ese momento ante
la puerta. Era una silueta alta y otra bajita. Me fijé bien achinando los ojos,
que es como dicen que se ve mejor, y el camarero me miró raro. Intuyo que se
preguntaba si yo estaba intentado retener gases o me dolía el estómago.
Al fin apareció la pareja ante la puerta. Caminaban muy
lentamente. Parecían dos sardinas harinadas prestas para freír.
No podía verles la cara. Me acordé de Lot convertida en
estatua de sal. Pensé en darles un golpe con una escoba para quitarles la arena,
pero me retuve: Si se trataba de mi
amiga, no le iba causar muy buena impresión que la recibiera a escobazos,
así que me acerqué a ellas y las zarandeé, cayendo de golpe un montón de
arena en el suelo.
Era mi amiga.
La señora mayor venía aferrada a su brazo cual figura de
porcelana de Lladó, motivo por el cual intuyo que habían llegado las últimas.
Mi amiga lloraba, yo me emocioné también.
— ¡Qué alegría verte, chiquilla!
— Tengo cuarto y mitad de arena en cada ojo— me dijo.
¡Qué chasco! Yo creí que lloraba por la alegría de verme en persona tras largos
y numerosos meses de estudiarme en fotos en mi muro de Facebok; pero no era por
eso, ¡me caguentóloquesemenea!
Nos saludamos e
intercambiamos un par de besos. El viento se había llevado su perfume, si es
que se lo había puesto. Olía a ella, a lo que huelen todas las mujeres bonitas
sin perfume y sutilmente maquilladas con arena.
Ella ocupó su sitio
en el comedor, yo le pedí permiso al maître
y me senté a su lado para hablar un rato de todo: la familia, el tiempo, los
amigos, la comida...
Mientras ella comía
yo pedí una cerveza fresquita.
Por cierto, había gente descontenta porque el menú contratado incluía una mariscada y lo que tenían delante no lo
era: Un entrante de ensaladilla rusa, un plato de gambas frescas de Pontevedra,
otro plato de pescado frito compuesto por boquerones, merluza y calamares.
Al parecer, en Chipiona la habían llevado a visitar la Virgen de Regla,
la tumba de Rocío Jurado y poco más: el día no acompañaba.
Después de comer tenían prevista una visita guiada al Castillo
de San Marcos. Yo me despedí de ella en la puerta y regresé a mi casa.
Fue un rato muy agradable, y sobre todo un enorme placer el conocerla en persona, sentir su piel
suave y natural, escuchar su voz, sus risas, y admirar sus ojos rebosantes de
vida. Obviamente no hice ninguna foto,
no quiero perder su amistad.